trueque





Las cosas iban realmente mal en la imprenta familiar, en la pareja de mi madre y Andrés, en el país de las cosas importadas a dos pesos.
Ella empezó a vender tarjetas y talonarios de facturas por canje. Todo lo conseguía por canje. Desde los uniformes de la escuela de mis hermanos hasta, no sé, cosas que se comían.
Si hubiera podido pagar las expensas atrasadas del departamento de Callao y Lavalle con algún trabajo de la imprenta, la situación habría sido menos apremiante. Tenían que irse porque se les venía el remate. Había que achicarse, vender, pagar innumerables deudas.
El aire entre ellos era irrespirable. Andrés se había olvidado una macintosh en un taxi, le cambiaba cheques al del Organito, el bar de la esquina. Ella seguia con sus canjes, que él criticaba porque no pagaban las deudas. Se estaban por separar pero no se decidían.
En eso se vendió el departamento, mi madre consiguió un crédito milagroso con el que se compró otro por la zona, ínfimo, oscuro. Y pusieron fin al largo capítulo.
Para Andrés coincidió con el final del libro. Pero se abrió otro para mi madre: formalizó su amor por el canje y se metió de lleno en el club del trueque. Empezó a operar no sé ante quién para conseguir un espacio por Chacarita, en un edificio que había sido del ferrocarril.
Todo lo que había en su heladera provenía de sus intercambios. Esa navidad, me regaló una olla de cobre para hacer fondue que un señor había llevado para "trocar", junto con otros objetos de su casa. Nunca la usé pero me gusta mirarla y pensar en lo que vivió antes de terminar en mi cristalero.
Karina estaba pasando por un pésimo momento. Iba a todos lados con su bicicleta azul, hacía bozales de cuero en su casa pero tenía pocos encargos. Entonces le avisé del nodo de Chacarita y allí llevó unas tortas de avena y manzana, tan ricas, tan ricas. Y se hizo amiga de mi mamá, y conoció algunos compañeros del ERP --donde había militado su mamá--, que se habían reciclado como trocadores.
Una vez que fui al nodo a ayudar a mi madre con la verdura (porque se le había ocurrido comprar verdura en el mercado central y llevarla al trueque, y salía como loca, la verdura), después varias mujeres nos fuimos a tomar un café al bar de enfrente. Mi madre había conocido a un hombre un poco mayor que ella, que la estaba cortejando, contaba, y se reía desencajada: decía que se veía correteando por los pasillos del geriátrico y que había que reírse, porque lo había leído en una revista.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

soy Emi, lo lei me gusto muchoo asi te lo confirmo paz tambienme pege una vuelta por tus notas jiji

Anónimo dijo...

Me hiciste acordar de algunas personas que conocí y frecuentaban con entusiasmo el Club del Trueque. Recién me fijé. Sigue existiendo. Hice click en un apartado sobre preguntas frecuentes, y encontré esta pregunta:

"Quiero saber si existe algún hongo que ingerido produzca síntomas similares a la bipolaridad".

!

Saludos.

Unknown dijo...

La centella azul, las tortas de manzana y avena trocadas por empanadas, verduras..., el café compartido en el Imperio con María Inés y Teté y sus risas...; maravilloso que recogieras tantos recuerdos en un relato. Gracias, amigaza!

paZ dijo...

Anónimo segundo, tu googleo le pone el broche perfecto a este post.
emi & karula, ¡qué suerte que les gustó!