Libros


Andrés no quería prestarle libros a su hermana Estela porque decía que no se los devolvía. Le costaba mucho desprenderse de sus libros y los acumulaba muchas veces sin leerlos. Cuando entré en la adolescencia, solía darse una vuelta por mi biblioteca a inspeccionar y retirar los suyos. Si andábamos bien, entonces era benevolente y me dejaba alguno pero en calidad de préstamo. Yo tenía muchos de mi abuelo y algunos de mi mamá que él tomaba como propios y que creaban zonas grises en la discusión.
Un día llegué a mi casa y, por un enojo o una represalia, todos los libros de mi biblioteca estaban en el piso. Sabíamos cómo lastimarnos. Después de alguna “pelotera” –como llamaba mi mamá al griterío intenso que me dejaba avergonzada frente a los vecinos del segundo piso–, yo le agarraba un libro y lo vendía en la librería de Hernán. Sentía así que el universo se volvía a equilibrar y el procedimiento era un poco más redituable que hacerle frente también a los gritos. Creo que se perdieron de este modo uno de Terragno y Eva Luna, de Isabel Allende. Nunca se dieron cuenta.
Otra vez, cuando yo ya vivía sola y él ya estaba separado de mi mamá, me llamó entre dos internaciones para reclamarme un diccionario de latín-francés que él había comprado en la Renfile, un mercado de pulgas en Ginebra, junto con otros tantos libros que habían sido de algún viejo y que sus familiares le habían vendido la biblioteca, la vajilla, la ropa sucia, al morir. Ese diccionario me encantaba, las páginas bien marrones, la tapa dura forrada de tela algo deshilachada, el olor acre, siempre algún bichito para aplastar entre sus hojas, y lo usaba muchísimo.
Me llamó para reclamármelo porque su sobrina –que estudiaba medicina y que no tenía ninguna noción de francés– había mencionado que le gustaría saber latín. Yo sentí la injusticia clavárseme y me determiné a no entregarlo, a dilatar el asunto, pero era tan insistente en sus llamadas como en el tono. Me di cuenta al fin de que no quería ganar de esa manera: me bastaba esperar un tiempo para que los llamados se interrumpieran para siempre. Entonces un día en que lo fui a visitar al Dupuytren le llevé el diccionario.
Murió de algo al páncreas y de fumar y chupar. Creo que sufrí más anticipando su muerte a lo largo de los años que su muerte en sí misma. En el entierro, su hermana Estela me dio envuelto en papel madera el diccionario.

un nido


… si pudiéramos reencontrar aquel cándido deslumbramiento de antaño, cuando descubríamos un nido. Descubrir un nido nos lleva a nuestra infancia, a una infancia. A las infancias que deberíamos haber tenido.
Cuántas veces, en mi jardín, experimenté la decepción de descubrir un nido demasiado tarde. El otoño llegó, el follaje se despeja. En el ángulo de dos ramas, allí veo un nido abandonado. Así que ahí estaban el padre, la madre y los pequeños, ¡y yo no pude verlos!
Descubierto tardíamente en el bosque invernal, el nido vacío se burla de quien explora. El nido es un escondite de la vida alada. ¿Cómo pudo ser invisible? ¿Invisible frente al cielo, lejos de los sólidos escondites de la tierra?
Recogido en el arbusto como una flor marchita, el nido es ahora apenas un “objeto”. Se me permite agarrarlo, deshojarlo. Melancólicamente, me vuelvo hombre de campos y matorrales y, alardeando un poco del saber que le transmito a un niño, digo: “Este es un nido de herrerillo”.
Así, el viejo nido entra en una categoría de objeto. Cuanto más objetos haya, más sencillo se hará el concepto. A fuerza de coleccionar nidos se deja tranquila a la imaginación. Se pierde contacto con el nido vivo.
Sin embargo, el nido vivo es el que podrá introducir una fenomenología del nido real, del nido hallado en la naturaleza y que por un instante –la palabra no es demasiado grande– se convierte en el centro del universo, en el dato de una situación cósmica. Levanto suavemente una rama, allí está el pájaro, incubando los huevos. No se echa a volar; sólo se estremece un poco. Tiemblo ante la idea de hacerlo temblar. Tengo miedo de que el pájaro que anida sepa que soy un hombre, el ser que ha perdido la confianza de los pájaros. Me quedo inmóvil. De a poco se aquietan –¡me imagino!– el miedo del pájaro y mi propio miedo de dar miedo. Respiro mejor. Suelto la rama. Regresaré mañana. Hoy hay una alegría en mí: los pájaros han hecho un nido en mi jardín.

Gaston Bachelard: La poétique de l'espace
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