Una noche, en su última internación, me ofrecí a cuidar a Andrés para relevar un poco a las hermanas y tener en soledad rituales de despedida.
Mientras buscaba algo cómodo en mi ropero, antes de ir al sanatorio, también elegí con cuidado el perfume entre todos los importados remanentes de la década anterior. Usuaria involuntaria y frecuente del poder evocador del olfato (y los sabores, claro), debía elegir el olor que acompañaría: me puse en grandes cantidades el perfume más feo de todos los que tenía, el dolce vita. Sabía que no volvería a usarlo pero que siempre tendría ese puente al alcance de la nariz.
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