Una vez, mientras íbamos en subte a Plaza Italia, me dijo que a ella jamás se le ocurriría publicar algo, porque no podía concebir que le pudiera interesar a alguien o que, si a alguien le interesaba, ese alguien le caería muy mal.
Hasta ese momento, yo daba por descontado que sería "escritora"; había estado tan centrada en mí, que no había registrado el factor lectores, el factor aceptación. En ese viaje en subte dejé algo de mi candor.
Podía intuir, sin embargo, que corría algo muy depresivo por debajo de la postura ultravanguardista de mi amiga, pero no encontraba palabras para disuadirla o refutarla.
Mi respuesta llegó, finalmente, un par de años después, durante una mañana en que volvía para mi casa desde la suya, por Avenida de Mayo; mirando hacia arriba, reparé en la mujer que adorna la cúpula del edificio de La Prensa, que levanta unas cosas en sus manos, y me agarraron unas ganas incontenibles de imitarla, de erguir los brazos, de caminar sola con los brazos hacia arriba un buen rato, por la vereda sur de Avenida de Mayo a las nueve de la mañana. Lo hice y concédanme que fue como publicarme en una antología de gestos urbanos, inútiles y ridículos.
Cada vez que me quiero librar de pensamientos hostiles, de miradas ajenas que yo misma pongo en mí, me empiezan a hormiguear los brazos.
imagen: acá (gracias al cerebro curioso)