No sé en qué estaba pensando cuando decidí, hace como cinco o seis años (cuando te tenían que enviar la invitación), abrirme una cuenta de gmail con el usuario "mariadelapaz", sin números ni guiones, sin nada más que mi nombre.
Como si a alguien se le pudiera ocurrir que es el único José en el mundo y va y se pone pepe@yahoo.com.
Habré querido primerear a las otras mariasdelaspaces, habré querido simplificarle la vida a la gente a quien le fuera a dar mi dirección: "es mariadelapaz arroba gmail punto com, sí, así todo junto y como suena". Porque con mi apellido siempre se equivocan y con mi otra cuenta de yahoo, la que uso, pierdo mucho tiempo explicando que es mariadlapaz, "de de dedo ele a, claro, le sacás la e".
La cuestión es que nunca repartí esa dirección simple de gmail porque nunca pude sentirla propia.
Al principio fue literal: una escuela venezolana que se llama María de la Paz logró usurparla y durante un tiempo envió correos desde ahí. No sé cómo. Estuvieron un largo tiempo intentando volver a hackearla hasta que los amenacé con algo legal y me creyeron.
Después me empezaron a llegar fotos de un matrimonio de jóvenes uruguayos que se habían mudado a Madrid: nos agradecían a los familiares y amigos los regalos de casamiento y nos mostraban qué lindo carrito para hacer las compras se habían comprado en Ikea.
Otro integrante de esa lista de correo comenzó, al tiempo, a planear la despedida de soltera de otra uruguaya y me invitaron a colaborar.
Además de los correos madrileños y uruguayos, me llegaron y siguen llegando todo tipo de mensajes de parte de todo tipo de emisores.
Recibí instrucciones --en francés y muy precisas-- para una fiesta sorpresa parisina; la organizaba en honor de un colega y amigo un restaurador osteólogo empleado del museo de ciencias naturales de París. Me mandaron además diseños de papeles para tapizar paredes y de juegos didácticos hechos por un equipo de fonoaudiólogas, presupuestos de un fotógrafo social, varias intimaciones de un banco, pedidos de prórrogas para la entrega de trabajos escolares en México, fotos que una cincuentona rubia en un campo de polo se enviaba a sí misma, inscripciones a cursos, consultas por un concurso literario y, hace poco, un brainstorming de los socios de un barrio privado y sus preparativos para elegir la comisión directiva, y así.
El rectángulo donde ahora están leyendo estas palabras es una ventana que va recortando pedazos de mundo; más o menos azarosos, nuestros hallazagos acá en internet, allá en la calle o en la biblioteca, tienen cierta coherencia, cierta armonía cerrada sobre sí, porque lo que no calza allí, no lo vemos, pasa de largo.
Abro mi absurda cuenta de gmail casi todos los días con la esperanza de que la ventana se ensanche, que el mundo me muestre otra sección de sí.
El rectángulo se pone caótico, desprolijo, pero pronto mis ojos empiezan a etiquetar todo con rapidez: qué obsesivo el osteólogo, seguro que estos de la escuela son católicos, ¿serán del opus?, ¿qué otra cosa iban a pedir los
festival-de-la-chomba del barrio privado sino seguridad?
Se ve que escapar de uno es bastante imposible.