¿cómo se dice "miau" en japonés?

No tienen el mismo sonido las ambulancias de Shangai que las de París. Y parece que los perros ladran distinto en Colombia y en Pakistán.
Por suerte para los traductores, hay un sitio donde muchos chicos de todo el mundo cuentan qué sonidos hacen los animales y los vehículos en cada país.

lo simple es complicado

No sé en qué estaba pensando cuando decidí, hace como cinco o seis años (cuando te tenían que enviar la invitación), abrirme una cuenta de gmail con el usuario "mariadelapaz", sin números ni guiones, sin nada más que mi nombre.
Como si a alguien se le pudiera ocurrir que es el único José en el mundo y va y se pone pepe@yahoo.com.
Habré querido primerear a las otras mariasdelaspaces, habré querido simplificarle la vida a la gente a quien le fuera a dar mi dirección: "es mariadelapaz arroba gmail punto com, sí, así todo junto y como suena". Porque con mi apellido siempre se equivocan y con mi otra cuenta de yahoo, la que uso, pierdo mucho tiempo explicando que es mariadlapaz, "de de dedo ele a, claro, le sacás la e".
La cuestión es que nunca repartí esa dirección simple de gmail porque nunca pude sentirla propia.
Al principio fue literal: una escuela venezolana que se llama María de la Paz logró usurparla y durante un tiempo envió correos desde ahí. No sé cómo. Estuvieron un largo tiempo intentando volver a hackearla hasta que los amenacé con algo legal y me creyeron.
Después me empezaron a llegar fotos de un matrimonio de jóvenes uruguayos que se habían mudado a Madrid: nos agradecían a los familiares y amigos los regalos de casamiento y nos mostraban qué lindo carrito para hacer las compras se habían comprado en Ikea.
Otro integrante de esa lista de correo comenzó, al tiempo, a planear la despedida de soltera de otra uruguaya y me invitaron a colaborar.
Además de los correos madrileños y uruguayos, me llegaron y siguen llegando todo tipo de mensajes de parte de todo tipo de emisores.
Recibí instrucciones --en francés y muy precisas-- para una fiesta sorpresa parisina; la organizaba en honor de un colega y amigo un restaurador osteólogo empleado del museo de ciencias naturales de París. Me mandaron además diseños de papeles para tapizar paredes y de juegos didácticos hechos por un equipo de fonoaudiólogas, presupuestos de un fotógrafo social, varias intimaciones de un banco, pedidos de prórrogas para la entrega de trabajos escolares en México, fotos que una cincuentona rubia en un campo de polo se enviaba a sí misma, inscripciones a cursos, consultas por un concurso literario y, hace poco, un brainstorming de los socios de un barrio privado y sus preparativos para elegir la comisión directiva, y así.

El rectángulo donde ahora están leyendo estas palabras es una ventana que va recortando pedazos de mundo; más o menos azarosos, nuestros hallazagos acá en internet, allá en la calle o en la biblioteca, tienen cierta coherencia, cierta armonía cerrada sobre sí, porque lo que no calza allí, no lo vemos, pasa de largo.
Abro mi absurda cuenta de gmail casi todos los días con la esperanza de que la ventana se ensanche, que el mundo me muestre otra sección de sí.
El rectángulo se pone caótico, desprolijo, pero pronto mis ojos empiezan a etiquetar todo con rapidez: qué obsesivo el osteólogo, seguro que estos de la escuela son católicos, ¿serán del opus?, ¿qué otra cosa iban a pedir los festival-de-la-chomba del barrio privado sino seguridad?

Se ve que escapar de uno es bastante imposible.


imagen: acá

Tang, tang, tang

En China, se puso de moda viajar en el tiempo. Una adolescente, harta de las exigencias académicas, quiso volver a los tiempos inmemoriales de una extinguida dinastía y saltó por la ventana.
Otros métodos para desplazarse en el tiempo, sugeridos por unos atípicos agentes de viajes que operan por internet, son tragar oro, atiborrarse de pastillas para dormir o dejarse chocar por un auto.

¿Qué gérmenes de futuro contendrá el presente de esos chicos fanáticos de la dinastía Tang? No quiero imaginar una realidad que sólo me empuje a huir hacia atrás.

la nota en inglés acá

pasos

Cuando pasaban muchos días sin que la llamara, mi abuela Chela agarraba el teléfono ella y me hablaba temblorosa. Intentaba hacerse la que estaba tranquila, pero siempre en algún momento decía (preguntaba, amenazaba, suplicaba, exorcizaba, todo eso junto):
--¿No estarás en política, vos, no?
Era ese su miedo profundo. Que yo siguiera los pasos de mi padre y terminara como él. No había términos medios: "estás en política" y te morís o sos una chica normal y no te pasa nada. No sé qué creería que era estar en política, pero yo siempre le oculté que iba a marchas o --en tercer año-- que estaba empezando a pintar carteles en el sótano de la Fede.
"Es esa política de mierda" la que tuvo la culpa de que ella debiera conformarse con la foto de mi papá pegada en la cara interna de la puerta del ropero, gastadísima de tantos besos que le daba (uno por noche, antes de irse a dormir). También estaba ahí una foto de Sarita, mi bisabuela que vivió hasta los noventa y pico de años, y también le daba el beso de las buenas noches a ella. Pero la foto de su mamá estaba cortada por la mitad: se había sacado a sí misma, como en muchas otras fotos. ¿Qué le molestaría de su imagen?
De esas noches en lo de mi abuela sale olor a talco y colonia fulton, a jabón, que guardaba en la parte del ropero donde tenía las fotos.
La linterna, la radio y el vaso de agua que al día siguiente amanecía con burbujitas eran los rituales que la acompañaban luego de los dos besos, cuando se acostaba.
Al rato venían los ronquidos, el ruido de las agujas y el gong del reloj del comedor, algún tango en la radio que había quedado en la oreja de mi abuela. Después me dormía yo, con las piernas inmóviles por tantas mantas que me ponía.
Chela era llorona como yo. Pero ella decía que tenía el lagrimal tapado, que no eran lágrimas de llorar.
Le gustaba ponerse lapiz de labios para ir al almacén: se cambiaba completamente y se pintaba, íbamos a la esquina y volvíamos. Y saludaba a todos con una sonrisa amplia, que abarcaba dientes y ojos, inclinando la cabeza medio ladeada.
Cada vez que me iba, intentaba dejarme a escondidas un sobre con algo de plata y nos peleábamos hasta que yo lo aceptaba o ella se resignaba, según.

(mi abuela tenía expresiones que me encantaban, como "¡Hace un frío morrocotudo!"; me molesta mucho no recordarlas todas. En este blog, alguien sí se acuerda y en este alguien cuenta cosas hermosas de su propia abuela, entre otras varias)


algunas animaciones de Michaela: acá y acá

el pelo se cae más en abril

el pelo se cae más en abril
somos árboles
que caminamos

y miramos nuestras hojas
frágiles en el piso

acá adentro de este que les habla
vive una ardilla que acopia y taladra
y una colonia de loros gritones
que entran y salen. no paran.

no hay cosa que me dañe tanto
como el ruido de la sierra eléctrica
y el pelo amontonado en la rejilla

tambo


Al día siguiente del parto, me despegué del bebé, me levanté y fui al baño, medio tambaleante, boleada menos por la peridural que por la rareza del nuevo estado: apareció en el espejo una en camisón celeste, ojerosa, irreconocible. Era la madre de alguien.
Volví a la cama, me aferré otra vez a mi hijo incrédula. No podía dejar de mirarlo extrañada y lo abrazaba con los brazos tensos. Este pedacito de ser es mío, vino de mí y de juan, tiene cosas de mi familia y de la suya. Le veía menos cosas de mi familia pero tocaba sus cejas porque las reconocía. No se podía prender a la teta, había un problema anatómico; entonces, por no alimentarse (no lloraba y nadie se dio cuenta), se desbalanceó y lo internaron.
Estuvo varios días en la incubadora, podíamos verlo cada tres horas: hasta que se arreglara el problema anatómico, le dábamos mamadera, se dormía y lo acomodábamos otra vez en su cajita. Toda la extrañeza del nuevo estado quedó suspendida por mi ataque de llanto inicial y luego por la rutina astronauta de neonatología que dividía la vida en turnos de veinte minutos cada tres horas.
La sala tenía unas ventanas redondas tipo nave espacial y no entraba un solo rayito de luz natural. Yo decía "ayer" cuando le hablaba a la enfermera de algo sucedido en el turno anterior. Al tiempo (¿días, turnos?), empecé a hacer unas fichas en hojas A4 cortadas en tres; una ficha por cada día, con ocho hileras para los turnos, y varias columnas para controlar los avances de peso, nivel de bilirrubina, anotar comentarios de la enfermera, registrar el parte diario. Sentía que dependía de mí que nos lo volvieran a dar cuanto antes.
Yo me saltaba un par de turnos durante la noche para dormir ("si estás muy cansada la leche no te va a bajar más"); juan iba a uno y el otro lo alimentaba la enfermera. Después nos instalábamos en la puerta de neonatología hasta que fuera el momento de entrar.
En casa, yo maniobraba con el sacaleche, a ver si se solucionaba el problema y podía empezar a darle yo. Tomaba carradas de mate cocido; los consejos llovían profusos y yo agarraba todos y cada uno.
Había leído en uno de los tantos libros de maternidad que deglutí durante los nueve meses el caso de una madre que tuvo que volver al trabajo casi enseguida y que, cada vez que pensaba en su bebé, tenía que ponerse un trapo en el corpiño porque le brotaba la leche. Lo hice. Cerré la puerta, me puse cómoda en la cama, respiré, me relajé. Y hubo un instante en que apareció su carita, sus cejas, su llanto enojado, su cara colorada, y sentí una oleada, una tibieza, unas cosquillas, algo fuerte  y el émbolo del coso ese empezó a funcionar rápido y enseguida se cargó hasta la mitad.
Los últimos días (¿turnos?) juan ya hacía chistes y me decía, después de dejarlo en la cunita (porque lo habían pasado a la cunita, más cerca de la salida): "Bueno, nena, vamos que hay que activar el tambo".
De esa época me dura algo parecido a la empatía con las vacas que están metidas todo el día en esos cubículos de galpones oscuros, llenas de mangueras en las tetas, sin su ternero para que den más leche.

Roberto, el que te repara


Me lo crucé el otro día por la calle, yo iba en el colectivo y él esperaba en la vereda. Un tipo morocho, con los ojos profundos y negros. Nos miramos apenas un segundo pero bastó para conocernos. Esas miradas que se meten tan adentro que podés vivir de ellas por años.
Roberto... No caben dudas: es plomero o electricista, tal vez carpintero. No, plomero no, siempre encuentran la manera de frustrarte las expectativas y Roberto es un tipo confiable. Hace algo con las manos. No tanto con la mente. Viene a tu casa y te repara las cosas exteriores, y sin que te des cuenta también te va reparando por dentro.
Tiene auto, uno baqueteado, con ventanillas que se traban y asientos duros, con parte del tapizado cubierto de cinta adhesiva, pero podríamos ir los fines de semana a algún lugar verde, con el mate, lejos del humo triste que sale de los autos y se pega en los edificios.
Le gusta el folclore. Seguro que sí, porque tiene la voz intensa de Zitarrosa. Y si me habla cerquita, siento cosquillas que empiezan detrás del oído y me recorren la espalda.
Algunos sábados a la noche, después de afeitarse, se pone un poco de colonia y se peina el pelo mojado hacia atrás. Se va a algún baile, donde mira mujeres con esos ojos negros que si los hubieras visto apenas un instante también hubieras quedado como yo. Mira mujeres sin esperar demasiado, sin sentir que tiene que hablarles, sin hacerse el simpático. Moviendo los hielos del whisky, pensativo.
Desde que lo vi ese mediodía, cuando iba al microcentro a llevarle un sobre al contador, no dejo de buscarlo. Repito el mismo camino, a la misma hora, pero Roberto no es un hombre de rutinas y, por supuesto, no aparece.
Entonces hace unos días me puse a llamar al azar a electricistas y carpinteros, con la excusa de mis innumerables averías hogareñas. Tengo tantas que lo más probable es que en algún momento dé con el teléfono indicado y sean las herramientas de Roberto las que lleguen a repararme las cosas.
Están tocando el portero. No logro escuchar quién es porque algo no anda dentro del auricular. Le digo que espere, ya bajo. Me miro en el espejo antes de manotear el llavero.
imagen: acá
en diálogo con este texto 
y también este, por qué no

BWAP! from marlies van der wel on Vimeo.

baldosa

Fui con mi hijo de cinco años a Buenos Aires para participar en la inauguración de unas baldosas de cemento que se pusieron en la vereda de la calle Reconquista, a la vuelta del Banco Nación, en homenaje a sus trabajadores/as desaparecidos o asesinados durante la dictadura. Mi padre entre ellos.
El viaje a la baldosa fue más o menos como la mirada vertiginosa de Nacho con su cámara, reciente regalo de su abuela materna y freeshopera.
Me gusta que haya quedado este video como registro de la ocasión: sus pies que avanzan, pedazos de personas hasta la cintura y manchas de agua en el suelo, justo al lado de lo importante, lo que no está.