libélulas (1)

Tengo tres años, estoy en un aeropuerto con mi mamá y algunos familiares que nos despiden. Hay rincones tapados con madera y telas plásticas; me siento en un andén sin trenes. Nos metemos por un túnel, nos vamos caminando. Los demás se quedan atrás. Vamos al avión, vamos a uropa.
En el avión, corro por los pasillos, salto agarrada de los apoyabrazos, miro las luces que se prenden en el techo. Una azafata me regala una caja con colores para pintar un libro de figuras que tiene el nombre de la compañía aérea.
Me quedo dormida. Duermo bastante. Parece que el avión tuvo una demora de tres horas antes de despegar. Viajo con un mono vestido de marinero que tiene una banana de goma pegada en la mano y en la boca un agujerito del tamaño exacto como para encastrarla. Mi mamá viaja conmigo, pero yo no tengo agujerito en la boca, sino que la abro grande para decir chau a todos los que se quedan abajo. Y mi mano se mueve de derecha a izquierda, limpiando a la vez mi aliento en el acrílico de la ventana.
En las butacas de atrás, hay dos señores que duermen y un espacio en el medio. Uno de los dos está tapado hasta los ojos.
También estoy dormida cuando el avión llega a destino.
* * *
En París hay olor a sopa en los pasillos de los edificios. Sopa del mediodía a las cinco de la tarde, mezclada con olor a edificio antiguo, mármol y paredes frías. En la casa de la gente que nos aloja, otros argentinos como nosotras, no hay baño. Para hacer pis, hay que salir del departamento y usar el baño que está en el pasillo y que todos los del piso usan. Por eso mi mamá me baña en la pileta de la cocina, como un plato. Qué lástima que por la cañería se me escapó la perla del aro que me había regalado Mamama, la mamá de mi mamá. Ahora no sé dónde vamos a comprar uno nuevo, y tengo una sola oreja con arito.
Una señora francesa que fuimos a visitar me regala mi primer libro en francés. Es de Disney, Los aristogatos. Mi mamá me lo cuenta en castellano y me pone un poco triste, y la casa de la viejita que me regaló el libro se me vuelve parecida a la casa de la viejita dueña de los gatos.
Siento que yo también soy un gatito perdido, soy la gatita blanca y me gusta quedarme en la canasta caída cerca del arroyo, porque estoy con mis gatitos hermanos y mi mamá. Por suerte aparece ese gato grande y callejero, O´Malley, que nos lleva de vuelta a casa, y paramos antes en un departamento todo destruido, con gatos feos que tocan música linda. Quiero irme de esa casa destruida, aunque me estoy divirtiendo. Cuando nos levantamos, seguimos camino y logramos llegar a lo de la viejita buena (parecida a la que me regaló el libro). Y mi mamá se casa con O’Malley, que se puso lindo y limpio. El mayordomo malo se cayó adentro de una caja y nunca más vamos a volver a verlo. Por las dudas, agarro las pinturitas que me regaló la azafata y le embadurno un poco la cara al mayordomo, agrego más bigotes a O´Malley y adorno un poco el libro. Ah, otra parte que me dio mucho miedo es cuando los gatitos caminábamos por la vía del tren… Como cuando fuimos a la torre Eiffel y subimos hasta arriba. Se ven un montón de edificios desde acá arriba. Hay un viento bárbaro y mis orejas están congeladas. Yo pido un chocolate que se saca de una máquina con monedas pero, como adentro tiene coco y no chocolate, no me gusta. La cobertura se derrite en mi mano, la que me queda suelta de mi mamá, la que le tocaba a mi papá.

1 comentario:

Caro Mack dijo...

Paz querida, impecable el relato! Al leerlo, se mezclan los recuerdos (al mono con la banana juro haberlo visto ayer!) con las imágenes que rescatas de aquellos años y que reconstruís tan exquisitamente! Sos una grossa! Te quiero mucho!