Vinimos a Escocia por algunos meses. En el barco que nos trajo todo el mundo vomitaba y yo también. Mi mamá está estudiando en la universidad y tenía que pasar un tiempo acá. Ya me sé tres idiomas, sin contar el argentino porque ya lo tenía cuando era chiquita: el francés, el que aprendí en Roma y este nuevo, el inglés. Puedo jugar con chicos de tres países. Vivimos en lo de una señora que se llama Jenny, no sé cómo la conoció mi mamá. La primera noche me hicieron dormir en el cuarto del hijo; es lindo porque es arriba de todo y el techo es bajito y se junta como en una cabaña de dibujitos animados, pero el nene siempre tiene mocos y es más chico que yo y a la noche me da frío; yo quiero ir a la cama de mi mamá.
El hijo de Jenny va a la misma escuela que yo. A mí me pusieron en una clase de chicos más grandes (pero todas las clases querían que yo fuera con ellos), porque la maestra sabe francés y así habla conmigo. Todos se visten con la misma ropa, gris y azul, con un escudito en el pulóver, pero yo no. Cuando nos sacaron la foto del curso, a mí me daba vergüenza porque estaba vestida con un jardinero rojo que se notaba mucho; salí medio fea.
A la noche mi mamá se queda hasta tarde en la universidad y yo no duermo hasta que llega. Me quedo en su cama y agarro el camisón de ella y lo huelo, es rico y me da ganas de llorar, pero con ese llanto sin ruido, de lágrimas que van saliendo calentitas y que no se terminan nunca. Hace mucho frío porque de noche se apaga la calefacción. Por suerte a mi mamá también le gusta que yo duerma en su cama. Cuando no me puedo dormir ella se pone en cucharita conmigo y me dice despacito “quedate blandita, blandita; las piernas se te ponen blanditas, blanditas…, los brazos se te ponen blanditos, blanditos…” y así hasta que me duermo.
Mi mamá tiene un papel de cartas color lila que tiene perfume. Le escribe a un señor que conocimos en Italia en el verano. El señor le contestó y se puso contenta, pero esa carta no tenía perfume, era flaquita y con muchas estampillas.
Me llevo otros olores de Escocia, además de ese perfume: la caja del hámster, que está en la cocina y tiene olor a zanahoria vieja, lechuga y un poco de pis, el jabón palmolive de la bañadera con espuma, cuando nos bañan con el nene de Jenny y algo parecido al café quemado, que vuela por las calles de Edimburgo y que viene de los lugares donde hacen whisky. Ahora ya sé cómo voy a volver acá cuando nos hayamos ido: es sólo cuestión de encontrar un olor similar, cerrar los ojos y sentir que estás ahí otra vez…
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Otra vez estamos en el departamento nuestro, en Ginebra. Me gusta volver a casa. Mi mamá se pone de mal humor porque el tubo de la mayonesa que dejamos en la heladera está todo abollado. Los que se quedaron en casa cuando nosotras estuvimos en Escocia, una familia con dos hijos, no usan la mayonesa como ella, que va dando vuelta una llave que se pone en el extremo, así se va gastando todo parejo y no se desperdicia nada. Ya se fueron a otro país, yo no los conocí pero durmieron en mi cama. Marta tampoco está. Me contó mi mamá que se volvió para la Argentina, a luchar, a rescatar a los presos amigos de mi papá. ¿Por qué no iremos nosotras? ¿Será porque mi papá está en el cielo? Igualmente, nos gusta jugar con Cuqui y otros argentinos a que las camas cuchetas de su casa son un barco. Nos trepamos y viajamos mucho hasta llegar a abrir las puertas de la cárcel… Marta se fue y dejó unas sandalias hermosas, blancas, con taco alto; no las va a necesitar. Lo bueno es que mi mamá usa solo taco bajo y yo puedo ponérmelas para jugar a ser linda. También tengo una cartera para eso y la tapa de un lápiz de labio.Fuimos a un circo con mi mamá. Había un payaso medio triste, que se llamaba Dimitri. Tocaba el violín sentado en una silla que estaba apoyada en una cuerda, en el aire. Nos hizo reír mucho cuando decía “Oh, la-laa!”. A mi mamá le gustó tanto como me sale a mí, que a veces me despierta a la noche para que se lo diga. Y a mí me gusta mucho que se ría con cosas que hago yo. Ella a mí me hace reír con las cosquillas o cuando me tira para atrás y no me deja levantarme, y cuando me hace hablar y me mueve la mandíbula y todo lo que digo sale torcido… La noche es el mejor momento del día, a la hora de la comida con mi mamá; ella me pregunta un montón de cosas: con quién jugué, qué comí en el comedor, qué hicimos en la escuela… Y también me cuenta cosas de Argentina y de mi papá. A veces agarra el grabador y sin que me dé cuenta me graba diciendo cosas o cantando canciones de la escuela y después las escuchamos.
Pero cuando me porto mal, mi mamá –si está cocinando– sacude la cuchara de madera y me dice con voz firme, la frente arrugada y la boca apretada: “te voy a sacar hecha y derecha, como querría tu papá”. Y se me hace que soy como un árbol que puede crecer torcido para el costado si mi mamá no estuviera; me tranquiliza cuando me reta así, porque yo no sé cómo hacer para salir hecha y derecha, y mucho menos cómo lo haría mi papá. Pero es feo cuando se enoja tanto que no me habla, se hace la sorda. Yo sé que se está haciendo; pero cuando tarda en volver a contestarme, me da un poco de miedo que sea verdad.